Lunes, 08 Septiembre 2014 00:00

Un bar con historia siempre tiene historias que contar

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Un bar con historia siempre tiene historias que contar Foto: blogs.larepublica.pe/

La capital donde vivió la voz de Ferrando, de Ludmir y la prosa de Ribeyro.

La de los años sesenta o setenta, aquella en la que Vargas Llosa vivió y se inspiró para escribir líneas de lugares que ya no existen, o que han cambiado tanto que hay que llevar los libros en la mano para corroborarlos. Por ejemplo, la avenida Tacna y La Colmena que mantienen construcciones desiguales y coloridas hechas para comercios – o a unas cuadras al centro – yéndonos hacia la Plaza San Martín, donde la ciudad tiene formas parisinas gracias a los cafés “modernos”, los bares, los restaurantes bistró o los más tradicionales nombrados con apellidos italianos.

Una noche de inicios de fin de semana. El taxi bordeaba el Hotel Sheraton, y pienso, por qué no pasó por los lugares que iba alucinando. No lo hizo, y es que tampoco estaba en ruta. Don José montado en su caballo me daba ya la bienvenida a su plaza. Déjenos en la esquina, maestro – dijo W, mi amigo. Bajamos. De pronto, un cartel luminoso (verde, rojo y amarillo), y la prometedora oferta de un cuarto de pollo más gaseosa llamaron mi atención, a un lado, mi pata empezaba a persuadir al de seguridad para que nos deje entrar, y es que al ser de ingreso libre, pintaba para abarrotarse, y sí, efectivamente así fue. Choche, somos dos nomás. La puerta enrejada seguía cerrada, con el tipo inmutable detrás como si fuese un reo, del típico con vientre abultado y con los brazos bien cruzados, quien miraba fijamente para amedrentar, pero que sus facciones de cachorro raza pug le restaban respeto.

Uno a uno los asistentes salían, y mientras esperaba a entrar, era imposible no fijarse en las casacas oscuras, polos con estampados de bandas y ojos delineados de negro de los concurrentes que iban retirándose, y pensaba en la perduración del De Grot, en cómo desde las épocas del bar Negro-Negro, este mítico sótano ha logrado reunir a la bohemia más auténtica de la ciudad, totalmente distanciado de las promesas que te dan los actuales pubs de Barranco. W y yo íbamos rematando unos puchos mojados cuando, a lo lejos, entre cuerdas y bajos, desde la profundidad del recinto, una potente voz femenina resonaba al ritmo de blues. Cadenciosa, pura, ¡cómo no reconocerla! Había ido exclusivamente a escucharla, seguí esperando, solo me quedaba hacerme el loco. Siendo casi la medianoche, el resguardo abrió la puerta, dejando salir disparados a un manchón de chiquillos, todos riéndose y cargando sus instrumentos enfundados.

Entre los rostros difuminados se enfocó el de ella: era A, tenía un increíble semblante de pillada que nunca le había visto. Como es frecuente al vernos, se puso a vacilarme con mi vestimenta excesivamente formal, es cierto, andaba pasado de bufandas y con un abrigo abotonado hasta el cuello, pero en tal ocasión me excusaba el andar medio jodido de las amígdalas. Luego a mi amigo y a mí nos reprendió con buen humor, que ya era muy tarde, que ya había cantado y que el local era un locón de sonido desastroso. Nos aconsejó no entrar pero ya estábamos allí, era ilógico dejar de ingresar al menos por un par de chelas, muy a pesar de que había ingerido antibióticos horas antes. Ella es blanca como un papel, pero aquella noche sus mejillas eran de color carmín, lo noté incluso a contraluz; sacó su set y empezó a empolvar su cara en frente de la mía, recargando aún más su belleza. Entre tanto A hablaba con W, yo solo atinaba (cual perrito de taxi) a mover por inercia la cabeza de arriba a abajo. Sus amigos de la banda y su mamá la esperaban, tuvo que irse, no sin antes prometernos de que volvía.

Abajo pude confirmar lo del sonido, evoqué el concepto de estéreo y mono, ese que se imprimía en los cassettes y en las radiolas, o en los antiguos equipos del abuelo. Asu... Hacía un calor del demonio, y más con las estridentes luces rojas que le daban ese toque infernal al espacio, con destellos que descollaban por los rincones y entre las mesitas improvisadamente pegadas, el ambiente estaba a media luz, y desde el techo eran más que notorias las lámparas de neón que iluminaban cada poster y señalización sin importar en qué esquina se encontrasen. La gente no hablaba; gritaba, se emocionaba por las canciones en vivo de temas, para mí inéditos. ¿Y el motivo? Nada. Se celebraba el aniversario de una (des)conocida productora, razón por la cual una veintena de bandas predominantemente rockeras, con tres temas tocados en promedio, le rendían tributo al simple hecho de querer tocar y exponerse y ser queridos por la gente. Dudo que hayan cobrado, las que sí cobraban eran las meseras en la barra, quienes intercambiaban unos soles por cubas libres, chilcanos lights o cervecitas servidas en vaso de plástico.

Doy fe que la medicina y el alcohol son una mala combinación porque lo que escuché lo hice adormecido, hasta llegar al punto en que un escuálido sujeto de pañoleta amarrada a la cabeza y BVD de Gun’s and Roses, imitador de la misma banda, se adueñó con autoridad del escenario, dándole cabida a su plenitud vocal con la que desahuevó ese ruidito intermitente que salía de los parlantes. Eran tracks del Appetite for Destruction, y tal vez no en sus mejores versiones, pero qué más daba: “empilaba”, hacía cantar y alegraba al auditorio, menos a mí y creo que ni el mismísimo Axl podría haberme animado, y es que de las escaleras del sótano bajaba una muchedumbre entera, pero no A. Seco y volteado, la última canción del repertorio ha terminado.

Fantoche

Ayacucho. 1977. Bachiller de secundaria. Veo la hora desde los dos años, y la digo desde los tres. Fui Andrés Avelino Cáceres en mi vida anterior. Introvertido por convicción, extrovertido por decisión. Soy un vendedor de humo que siempre se ganó los frejoles redactando spams. Estudié sociología pero me alucino psicólogo, por eso desde mi rincón, vengo a escribirles mi diagnóstico de todo lo que veo y escucho.